jueves, 2 de noviembre de 2017

10. EL CRONISTA: "TIEMPOS DE ESTRAPERLISTAS, PICONEROS Y LAVANDERAS"

Por Francisco Javier García Carrero
           Cronista Oficial de Arroyo de la Luz

Lavandera en la Charca Grande


El final de la Guerra Civil con el parte oficial del 1 de abril de 1939 no supuso la tranquilidad para la inmensa mayoría de los españoles. Como ya advirtió hace muchos años el escritor José María Gironella, con un juego de palabras muy interesante, y que dio título a una de sus novelas más leídas, “había estallado la paz”; o lo que era lo mismo, había que administrar la “victoria” por parte de los sublevados y vencedores de la guerra. Aunque bien es cierto que no todos los arroyanos aceptaron la derrota de la causa republicana, e incluso alguno de ellos se echó al monte como guerrillero antifranquista (maquis), iniciando lo que podríamos definir como la última batalla de la guerra civil, la realidad fue que la mayor parte de nuestros paisanos accedieron a integrarse, con mayor o menor agrado, en la Nueva España en unas condiciones aterradoras. A partir de ese año fueron la represión, el miedo y el hambre los tres elementos consustanciales de esa España que nacía y que tuvo como finalidad última ahormar a los posibles disidentes.
Cartilla de Racionamiento

En una España devastada por la guerra, y con una errática política económica propiciada por la autarquía, a los arroyanos lo único que le quedó fue poder sobrevivir. Si algo recuerdan nuestros padres y abuelos de aquellos años cuarenta y principios de la década de los cincuenta fue especialmente el hambre, los terribles “años del hambre”. La hambruna generalizada en España trató de solventarse con la Orden del 14 de mayo de 1939 por la que el Gobierno estableció el racionamiento en todo el territorio nacional. Se implantaron, pues, unas cartillas de racionamiento completamente ineficaces, ya que resultaba ridícula la cantidad de alimento que diariamente podía comprar una familia a precio de “tasa oficial”. Ello provocó, por un lado, un modelo delictivo que hundía sus raíces en comportamientos ancestrales de los arroyanos, y donde la pillería se hizo muy común. Esta picaresca se tradujo en multas o detenciones que siempre estuvieron relacionadas con la falta de alimento, o con las carencias alimentarias que sufría la población. De esta forma, la mayor parte de las sanciones del Ayuntamiento en estos años fueron por “falta de peso en el pan”, “echarle agua a la leche”, “falta de peso en el tocino”, “vender oveja por cordero” o “falta de peso en la chacina”, entre otros curiosos casos.
España del estraperlo (Agencia EFE)

Pero fundamentalmente, y por otro lado, el racionamiento lo que provocó entre nuestros paisanos fue el auge del estraperlo. Un mercado negro que fue todo un fenómeno socioeconómico fundamental y básico para la vida del arroyano de aquellos años y que, a pesar de la implacable persecución que la Guardia Civil ejercía sobre los que lo practicaban, en absoluto esta actividad tuvo nada que ver con lo puramente delictivo. El estraperlista adquirió un protagonismo inusitado durante estos años y fue practicado por un número importante de arroyanos y arroyanas de las clases más desfavorecidas de la población, que por otro lado eran la inmensa mayoría, y que generalmente estaban relacionados de una forma u otra con los perdedores de la guerra. Ese fue el caso, por ejemplo, de Marcela Salado Bermejo, la viuda de un fusilado arroyano que tuvo que recurrir a este “trabajo” para poder sobrevivir y sobre todo para poder dar de comer a sus dos hijos. Tenemos muchos otros nombres, aunque no daré ninguno más, porque de una forma u otra, casi toda la población arroyana participó del fenómeno del contrabando, bien acudiendo a por los productos que escaseaban en la localidad o bien comprándoselos, con mucho sigilo, a los que se habían atrevido a ir a por ellos.
No obstante, los verdaderos héroes y, sobre todo heroínas, de aquella odisea fueron los que estuvieron dispuestos a trasladarse hasta Portugal, y correr con todos los riesgos inherentes de esta práctica en una España gobernada militarmente y con mano de hierro. El proceso siempre era similar al que describiremos a continuación. Se juntaban cuatro o cinco arroyanos de ambos sexos y que decidían ir hasta Portugal (Marvao). Los días previos a la marcha vendían lo poco que tenían para juntar un dinero con el que trasladarse hasta aquella población para comprar todo lo que faltaba en Arroyo: garbanzos, lentejas, arroz, harina, tripas para hacer la matanza y café, especialmente. El trayecto no era ni corto ni fácil. Primero había que llegar caminando hasta la estación Arroyo-Malpartida y subirse al tren que les llevaba hasta Valencia de Alcántara. En esta localidad se bajaban para iniciar un recorrido peligroso a pie y bordeando las aduanas oficiales siempre vigiladas tanto por la Guardia Civil como por los guardias portugueses.
Este recorrido de unos 20 kilómetros estaba plagado de dificultades ya que había que franquear un río. Cuando el caudal era escaso lo atravesaban por unas pasaderas de piedra, pero en ocasiones el río bajaba con bastante agua lo que les llevaba a atravesarlo por dos maderos largos que cruzaban todo el lecho fluvial. Uno de ellos servía para pisar y el otro para sujetarse con las manos. Una vez en Marvao ya tenían su contacto habitual, una portuguesa que les facilitaba una habitación para pernoctar, descansar y esconderse de posibles miradas indiscretas. También les facilitaba utensilios básicos de cocina para hacer unas patatas con arroz y reponer fuerzas y antes de ir a comprar los alimentos anteriormente señalados que eran los que debían traer hasta Arroyo.
El transporte de regreso también era muy peligroso. Llevaban cestos con doble fondo, bolsillos escondidos entre la ropa y dobles bastillas en pantalones, faldas y enaguas las mujeres. Pero sobre todo elaboraban unos “chorizos”, unos cinturones alargados de tela, huecos donde introducían el arroz, los garbanzos y las lentejas para después cerrarlos y atarlos con disimulo alrededor de la cintura o debajo del pañuelo del pecho. En cambio, los paquetes de café los anudaban a lo largo de las piernas con cuerdas. No siempre pudieron regresar el día que tenían previsto porque en ocasiones una tormenta de lluvia les impidió volver, teniendo que pernoctar alguna noche más en el país vecino lo que hacía todo más peligroso ya que podían ser localizados por la policía portuguesa.
Embutidos como con una coraza iniciaban el camino de vuelta que era aún más angustioso que el de ida. A eso se sumaba la intranquilidad por una detención que, si llegaba a producirse provocaba inexorablemente la retirada de los productos comprados en Portugal. Ello llenaba a todo el grupo de una gran zozobra. Eran horas peligrosas que originaba en ocasiones ataques de pánico reales o fingidos cuando la Guardia Civil se dirigía a ellos antes de un posible cacheo. En ocasiones, incluso, no llegaron a subir al tren en Valencia ya que ese día había inspecciones exhaustivas. Entonces decidían caminar campo a través, casi corriendo, hasta San Vicente de Alcántara y subirse allí a algún otro tren que siempre tenía menos vigilancia que los que se tomaban en Valencia.
La llegada a la estación Arroyo-Malpartida era una nueva odisea para el grupo de arroyanos. Había que evitar miradas indiscretas y aparentar la mayor tranquilidad posible, aunque realmente estaban todos temblando de miedo ante la posibilidad de coronar con éxito una aventura obligada y que tenía como única misión poder comer con la mayor dignidad posible. Como muy bien recuerda una de sus protagonistas, y con toda la razón del mundo, “nosotros no robábamos a nadie, solamente comprábamos para sobrevivir y dar de comer a nuestras familias, y eso no debería ser delito. Y es que el hambre es muy fea, un punto de rabia”, dirá con unos ojos azules penetrantes y con mente perfectamente lúcida a pesar de sus 90 años.
Piconeros y carboneros
En íntima relación con los estraperlistas, muchas veces eran los mismos personajes, o bien las mujeres que habían ido al estraperlo acababan casadas con uno de ellos, se encontraban los piconeros. Otra de las figuras claves de la posguerra arroyana y que tanto frío nos evitaron durante muchos años de aquellos terribles y crudos inviernos. Estamos ante una nueva tarea, en absoluto reconocida socialmente, y que sin embargo sus protagonistas llevaron la profesión con enorme dignidad, unos hombres que fueron esenciales en aquellos años y de los que siempre escuché hablar en mi casa con enorme respeto: “los piconeros eran los que nos dieron de comer durante varios meses al año durante mucho tiempo”, me recordaba mi padre, y en no pocas ocasiones. Y es que el piconero está asociado a uno o dos burros, un animal esencial en todo el proceso para la elaboración, transporte y venta del producto. Una caballería que debía ser herrada con regularidad para que pudiese aguantar todo el trajín que llevaba aparejada esta dura profesión, y ahí es donde entraba mi padre.
 Muchos de los piconeros arroyanos se iniciaron en este trabajo siendo poco más que un niño, con dieciséis años en muchos casos, una labor que en ocasiones también pasó de padres a hijos. La empresa era trabajosa y dificultosa en la que las ganancias daban para poco más que dar de comer al animal de carga, y mal alimentar toda la familia. “Asiéntalas, maestro”, le decían los piconeros a mi padre en muchas ocasiones una vez concluido el herraje. Significaba que en ese instante no podían pagarle, lo harían otro día, cuando tuvieran “posibles”, jamás dejaron de hacerlo, a pesar de lo limitado de su economía.
Piconeros cargados de gavillas
El proceso se iniciaba con la elección de los espacios en los que se iba a elaborar el picón. Los arroyanos iban fundamentalmente a la Sierra de San Pedro en las proximidades de Aliseda, (La Pulgosa), necesitándose al menos dos días antes de concluir una carga completa. Un piconero cortaba y “agavillaba” en jornadas de sol a sol, unas diez horas y en pleno invierno, que era la estación en la que se hacía el picón, unos 800 o 900 kilogramos de jara que eran amontonados sobre la “piconera”. El día siguiente, y muy de mañana, se prendía fuego a todas las gavillas y teniendo muy a mano el agua necesaria para poder completar el proceso del apagado. Un agua que había que ir a buscarla a veces hasta una hora de camino.
Apagando la piconera
Cuando empezaba a arder toda la piconera había que ir echando el agua con sumo cuidado porque la cuestión clave en la elaboración del picón era que quedara “cisco” y no cenizas. Un proceso que duraba varias horas. Posteriormente se buscaban para apartarlo y tirar lo más alejado posible a los “tizones”, un elemento muy dañino y peligroso que era rara la vez que no se colaba entre los sacos cargados y que constituía todo un problema cuando uno estaba sentado en el brasero, ¡ten cuidado que puede que tengamos un tizón! nos advertían nuestras madres, sobre todo si te quedabas encerrado en una habitación pequeña.
Una vez que el picón estaba completamente frío se iba introduciendo en los sacos que una vez cerrados se iban apilando en el burro para su transporte al pueblo. Al día siguiente, y hacia las tres de la mañana, envueltos, “arrebujados”, dirían ellos, con sus renegridas mantas, y con un intenso frío, iniciaban somnolientos un trayecto agarrado a la cola del burro de 20 kilómetros, porque lo ideal era tratar de colocar el “genero” en Cáceres capital que era donde se obtenía un beneficio mayor por este producto, entre dos reales y una peseta la lata de picón. Cuando llegaban a la capital bajaban por la calle Gómez Becerra, Avenida de España y por la calle Caleros dando a conocer su producto ¿A picón quién?
Piconera apagada
Piconero arroyano. Años 80
Cubiertas las cabezas con sacos cuando la lluvia arreciaba, siempre llevaban la cara renegrida lo que impedía ver, en muchos casos, la fisonomía real del hombre que ahí se encontraba. En otras ocasiones eran sus ojos lo único que sobresalía entre tanta negrura, siempre con manos agrietadas y con sabañones curtidos por el intenso frío que padecían. Eran, por consiguiente, hombres llevados hasta el límite de sus fuerzas con la única finalidad de paliar el hambre de sus hijos.
Concluida la venta se iniciaba el regreso, otros 20 kilómetros de vuelta hasta el pueblo. Otras cinco horas eternas de un caminar monótono que era aprovechado en ese instante para ir reponiendo fuerzas, comiendo un trozo de tocino o morcilla encima de un poco de pan y con la “chaira” siempre cercana. Un breve descanso en el domicilio y vuelta a empezar. No es extraño, por consiguiente, que esas “Piconeras Extremeñas” nos recordaran que “ser minero o piconero es la misma profesión, bajo tierra o bajo el sol, son del monte prisioneros, hasta que mueren los dos”.
Lavanderas arroyanas

Por último destacaremos a las lavanderas, otro colectivo clave de esa España de posguerra, figuras iconográficas en el pueblo y como complemento a los otros dos grupos sociales aquí estudiados. Lavanderas eran todas las mujeres del pueblo, con excepción de las pudientes, que “pagaban” sus particulares lavanderas, y que acudían fundamentalmente al río Pontones, a la Quebrada, a la Grajuela, o la Charca Grande para lavar la ropa que la mayor parte de las veces se encontraba “almidonada” en sudor o en la negrura que los anteriores oficios provocaban en las familias más necesitadas.


Madre e hija. Lavanderas
Generalmente las lavanderas nunca iban solas a lavar, unas veces le acompañaba la hija mayor de la casa, aunque lo normal es que acudiesen al río o a la charca un grupo de cuatro o cinco vecinas como una constante peregrinación al agua. De esta forma, el río se concebía no solo como un lugar de trabajo, sino también como un espacio de socialización. Aunque alguna de ellas iba acompañada del burro que portaba la carga, lo habitual era ver a la lavandera con el rodete a la cabeza, nosotros decimos “ruilla” (rosca de paño u otro material que se colocaba sobre la cabeza para aliviar el peso), con un baño de cinc, otro al “cuadril” (parte superior de la pelvis), y en la mano un cubo con la ropa menuda y el jabón que casi siempre era de “sosa” y, por consiguiente, el encargado de quitar las “cascarrias” de la ropa interior y de las sábanas después del frote constante y enérgico que aplicaba la mujer arroyana.
Lavandera en la charca Grande
En las gélidas mañanas del invierno, la lavandera se veía en la necesidad de romper el “carámbano” con sus propias manos o bien con el lavadero de madera que le había confeccionado uno de los muchos carpinteros que había en la localidad. Era, una vez más, y como sucedía con los anteriores oficios, una lucha constante contra la naturaleza que se traducía de manera inexorable en unas manos siempre agrietadas por el frío, el agua y ese jabón de sosa.
En verano, en cambio, era habitual que los niños acudieran al río o a la charca con la madre o con la abuela. Se pasaban toda la jornada entretenidos con los barcos, normalmente un trozo de corcho o madera, que echaban a la corriente para ver cuál era el ganador. Y es que había que esperar a que las grandes sábanas tendidas sobre los “canchales” o la hierba se “oreara” al igual que el resto de la colada que, de esta forma, quedaba a la vista de cualquier persona que pasase por las orillas de los ríos o charca.
El Pontones como lavadero
Lavandera en la charca la quebrá
A pesar que son numerosas las instantáneas que dibujan un paisaje alegre de las lavanderas, siempre eran avisadas que se les iba a fotografiar, lo que parece denotar una atmósfera risueña de la vida rural, y alejada completamente de la dureza real del trabajo que desarrollaban, la verdad es que aquellas niñas y mujeres de posguerra son otras heroínas anónimas de un tiempo de pocas esperanzas y de muchas frustraciones.

De cualquier forma, son varias las anécdotas que tenemos en relación a las lavanderas arroyanas. Quizás la que hoy nos produce una sonrisa mayor, dada las circunstancias en las que tuvo lugar, fue lo que sucedió una tarde de verano finalizando la década de los cuarenta. Su protagonista, aunque sin quererlo, nunca recordaba la fecha exacta de “aquel agradabilísimo striptease”.
La situación fue la siguiente: tarde plomiza de verano, varias mujeres lavaban la ropa en el río pontones. Casi sin avisar, se pone a llover a cántaros, las mujeres recogen la ropa como pueden y salen corriendo la calle arriba de Carlos Barriga, todas las puertas estaban cerradas cuando, de manera inesperada, asoma al postigo para ver cómo llovía Joaquina León. Fue la salvación de las cuatro o cinco mujeres que corrían, que casi atropellan a Joaquina que les cede el paso llena de temor y con muchas reticencias a que entraran en su casa a refugiarse. Y no es que fuera insolidaria la dueña de esa vivienda, todo lo contrario, el problema se encontraba en que en ese domicilio estaba “enterrado en vida”, viviendo como un “topo” de posguerra desde hacía unos 13 años su hermano Juan Pedro León. Y ese dato no era conocido por nadie en el pueblo, con excepción de su madre y su hermana que eran las que le cuidaban. De hecho, todo el mundo lo daba por muerto desde los primeros días de la Guerra Civil. Pero no era así, Juan Pedro había estado metido en un pequeño cubículo de su casa temiendo siempre por su vida, “otros no habían hecho nada y tuvieron mala suerte”, confesaría unos años más tarde.
Juan Pedro León y su hermana Joaquina
No obstante, aquel día Juan Pedro había bajado de su pequeño escondite para ir con mucho cuidado hasta la cocina, momento en el que entraron atropelladamente las mujeres que llegaron empapadas en agua. A Juan Pedro únicamente le dio tiempo a esconderse en una alhacena de esas que tenían una pequeña rejilla y que permite ver sin ser visto. Las lavanderas encontraron el alivio que buscaban ignorantes de la presencia de ningún hombre en aquella casa, allí únicamente vivían dos mujeres. Juan Pedro no podía creer lo que estaba viendo, las mujeres comenzaron a quitarse la ropa con total naturalidad y entre risas juveniles desenfadadas, y él allí en silencio, aunque sudando, creyendo, por otro lado, que estaba en el paraíso. No soñaba, aunque lo pareciese.

Nota: Este artículo está redactado como homenaje a esos héroes anónimos de la posguerra, verdaderos protagonistas de la historia, y especialmente a las familias de Marcela Salado, Modesta Díaz e Isabel Salceda.

15 comentarios:

  1. La verdad es que el título de este artículo debería ser "héroes y heroínas arroyanos". No obstante este título no centraba el artículo en la cronología que yo quería hacer, por eso lo modifiqué casi desde el principio. De cualquier forma, como veréis al leerlo, son sinónimos. Estos sí son los que han hecho grande nuestro pueblo, los que lucharon en la época más dramática de nuestra historia, al menos de los últimos doscientos años, y nadie nunca se lo ha reconocido de manera explícita. Era el momento.
    Francisco Javier García Carrero
    (Cronista Oficial de Arroyo de la Luz)

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    1. Todos tus artículos son buenos, pero tengo que decir que este me ha llegado a lo más profundo de mi ser y eso es muy difícil. Gracias por hacernos felices recordando a estos héroes y heroínas que hicieron cosas inhumanas para sacar a sus familias adelante. Va por ellos

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  2. Gracias por recordarme parte de mis vivencias de infancia, que debido a la edad, no fueron tan profundas en lo dramático, pero si de mucha necesidad. Es bueno recordar de donde se viene. Gracias de nuevo.

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    1. Estamos de acuerdo, nunca debemos olvidar de donde venimos. Gracias por tu comentario. Un saludo

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  3. Han sido tantas las veces que he escuchado a mi madre hablar de sus días en la charca o el pontones...de los cubos de ropa o los cántaros...miro sus manos engrandecidas por el esfuerzo de años...recuerdo sus quejas sobre el dolor de su cuello maltratado por el peso y los caminos...y los años. Le he escuchado muchas veces hablar de su padre y su madre...piconeros hasta que se murió la burrita..y a mi padre del hambre...y del miedo y sus múltiples peripecias para poder llevarse algo a la boca..gracias por hacernos sentir eso que aún sin haberlo conocido forma parte de nosotros a través de nuestros padres y abuelos. Gracias de todo corazón.

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    1. Gracias a ti por leernos. En nombre del Cronista y en el mío propio, gracias por tu comentario y por esa descripción tan exacta que haces del artículo, que no es otra cosa que la vida misma. Un abrazo

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    2. Me sumo al comentario anterior del administrador del Blog. Muchas gracias por tu interesante aportación Vicente Cordero.
      Fuerte abrazo.
      Francisco Javier García Carrero

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  4. Uno de tus mejores artículos amigo Javiee, verdaderos héroes anónimos que lucharon por sobrevivir... Gratos recuerdos de vivencias que no olvidamos. Un fuerte abrazo desde Guadalajara

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    1. Muchas gracias amigo Prudencio. Siempre ahí, cerquita. Al menos es como yo te siento, a pesar de la distancia. Fuerte abrazo.
      Javier

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    2. Gracias Prudencio. Comentarios como el suyo nos hacen descubrir la magnitud de los artículos de nuestro Cronista. Un saludo

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  5. Gracias por recordarnos de donde venimos,un articulo precioso.

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  6. Leerlo me ha emocionado, me recuerda a cuando mi abuela Catalina manzano salomón de pequeña hacía picón y como hacía pan y ella y su hermana lazara Iban por los arados a escondidas a recoger grano pa poder llevar a casa

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  7. Precioso artículo...me ha recordado los infinitos relatos llenos de detalles que hacía mi suegra de su infancia en Arroyo de la Luz. Últimamente estoy con algunos de sus nietos intentando reconstruir esa parte de sus raíces, y la verdad es que me gustaría mucho preguntar al Cronista sobre lo que pueda saber sobre la historia de la familia de mi suegra. Ella se llamaba Arsenia Muñoz Tejado, y sus padres eran Juan Muñoz Parra (que fue jefe de la cárcel de Arroyo), natural de Mérida, y Andrea Tejado Santano, natural también de Arroyo. Cualquier dato nos ayudaría mucho, dada la dificultad de viajar en estos tiempos. Muchísimas gracias de antemano y gracias por la labor.

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