En
la actualidad, la llegada de un maestro de escuela o un profesor a un pueblo
con lo que hoy denominamos “destino definitivo” pasa completamente
desapercibido para la inmensa mayoría de la población al que el docente ha sido
destinado. Esto es lo que sucede, por ejemplo, en nuestra localidad por lo que
muy pocos de sus habitantes sabrán quiénes son los maestros que tienen “plaza” en
el colegio público o en el instituto de secundaria. Tendríamos que trasladarnos
hasta un pueblo muy pequeño, y con muy pocos habitantes para comprobar todavía
que esa llegada a la población de estos profesionales de la enseñanza genera un
mínimo de expectación entre los parroquianos que allí habitan.
No
obstante, y como muchos de vosotros sabéis, esto no siempre ha sido así, ni
muchísimo menos. Hubo otras etapas de nuestra historia, y no demasiada lejanas
en el tiempo, en la que la llegada de un maestro que tenía “escuela en
propiedad”, ese era el término que se utilizaba entonces, generaba en la
localidad a la que se le destinaba una auténtica “revolución” entre sus habitantes.
Una situación que discurría entre la curiosidad de muchos, el interés de otros,
la emoción de pocos, la expectativa de casi todos e, incluso, la preocupación
de las élites de la localidad. Y es que hasta que no pasaba un tiempo
prudencial, y de contacto intenso con la chiquillería, no se sabía “de qué pie
cojeaba el maestro”.
Son
varios los casos de docentes que podríamos referir y que servirían de ejemplo
de esta primera llegada de un maestro a nuestra población (para estas
impresiones os aconsejo la lectura de la obra de Josefina Aldecoa Historia de una maestra, por mujer y por
maestra). No obstante, en este artículo mensual vamos a referir el primer
contacto, esa primera impresión que tuvo con Arroyo del Puerco uno de esos
maestros que hizo “escuela” en la villa, un docente que dejó un poso de amplia
cultura en un buen número de sus discípulos (especialmente en el también
maestro y poeta Juan Ramos Aparicio). Me estoy refiriendo a la primera llegada
al pueblo de Florencio García Rubio. Un pedagogo al que nuestra localidad quiso
reconocer su sapiencia y su buen hacer no solo con la rotulación de una de sus
calles (¡qué inteligentes algunas de las corporaciones pasadas!), sino también
con la colocación de una placa que le recuerda de manera permanente. Un
distintivo que todavía hoy puede admirarse allí donde estuvo ubicada su
“unitaria número 2 de Arroyo del Puerco”.
Nos
encontramos en el tórrido verano arroyano del mes de julio de 1918 y era alcalde
de la localidad el omnipresente “señor
feudal de la villa” Germán Petit Ulloa (estoy utilizando descripción de
época, y no adjetivación personal, aunque me ratifico en ella como propia). El
maestro Florencio García Rubio acababa de lograr en el concurso nacional una “plaza en propiedad en la unitaria número 2
de Arroyo con sueldo de 1.000 pesetas anuales y emolumentos que le correspondan”,
rezaba el título que atesoraba y que recogió como máxima aspiración de vida en
aquel instante, ya que se había convertido en “maestro de verdad”, dirá en sus memorias. Con el documento en la
mano, el joven docente de solo 24 años tenía ganas de conocer a las autoridades
arroyanas, sus calles, su escuela, sus gentes en el destino adjudicado, y antes
que se iniciara el curso académico en el mes de septiembre, sin olvidar, por
supuesto, la vivienda donde tendría que alojarse.Placa en la unitaria nº 2 de Arroyo de la Luz (Actual Oficina de Turismo)
Florencio
García Rubio, con cierta inquietud y muchos interrogantes, decidió trasladarse
hasta la localidad arroyana, población en la que permanecería dieciocho cursos
consecutivamente. Para ese primer contacto se ofrecieron a acompañarle dos
maestros veteranos de la capital cacereña, pedagogos que conocían a algunas de
las “autoridades” locales, y quienes entendían que podían ayudar a su discípulo
para abrir esas primeras puertas en una población de las más importantes de la
provincia, porque no debemos olvidar que ya entonces Arroyo contaba con 8.000
habitantes. Los dos maestros se llamaban Abelardo Martín Chamorro y Raimundo
Rodríguez Álvarez. Tenían que buscar un medio de locomoción que les transportara
a los tres hasta Arroyo, y entonces no existía otra posibilidad para hacerlo
que contratar por seis reales la “desvencijada
y trepidante tartana de Tejeda”, el único medio de locomoción barato de
traslado durante aquellos años entre Arroyo y Cáceres o Arroyo y la estación de
Arroyo-Malpartida, un carromato que el maestro describiría como “la tartana de la emoción”.
Durante
el trayecto nuestro docente fue visionando por primera vez un paisaje que luego
se tornó muy familiar. También durante ese viaje le fueron contestando los “miles de interrogantes” que lanzaba a
Tejeda, el conductor del carromato, y que éste le fue respondiendo uno a uno
pacientemente. Cuando ya concluyó el interrogatorio, el carretero concluyó en
tono profético, “aquí lo va a pasar usted
muy bien”. Y así fue, Tejeda no se equivocó, Arroyo se convertiría con el
tiempo en su segunda “patria chica”. Muchos años después aún recordaba el
maestro con perfecta claridad cuando la “tartana”
coronó el alto de la carretera y apareció ante sus ojos un “hermoso pueblo de más de un kilómetro y
cuyas altas torres y casas pulcramente blanqueadas parecían querer elevarse de
entre la fronda verde de los olivos para darme gozosas su cordial bienvenida”,
dirá posteriormente con un poso de melancolía.
Cuando
llegaron al pueblo, al primer lugar al que se dirigieron fue a la casa del
párroco, Sebastián Díaz, el mismo que unos años más tarde inició los
preparativos para la llegada del colegio de las monjas a la localidad, y que
había sido discípulo de uno de los maestros que acompañaba al joven Florencio,
don Raimundo. Cuando lo encontraron tuvieron que esperar unos minutos ya que el
cura se encontraba en animada partida de tute con dos de los grandes
propietarios que entonces tenía el pueblo, los hermanos Ceferino y Sebastián
Bravo. El cuarto de los jugadores era el industrial Francisco Perfecta.
Concluido saludos y presentaciones a los tres docentes se les obsequió con
café, copa y cigarro, momento en el que se unió el secretario del Ayuntamiento
Gabino Gracia al que también se había avisado para que acudiera al domicilio
del párroco ya que era íntimo amigo del otro maestro que les acompañaba en esta
primera toma de contacto con la población, don Abelardo.
¡Había
llegado el nuevo maestro a la villa!, sentenciaría el secretario de la
corporación municipal. Degustada la copa y el café todos los integrantes
decidieron salir de la casa del sacerdote y pasear por las zonas más
emblemáticas del pueblo. Los parroquianos quisieron mostrar a don Florencio lo
que iba a ser su nuevo hogar. Este primer discurrir por las calles arroyanas
causó grata impresión y admiración en el joven docente, rúas a las que
describió como “amplias, limpias y de
perfecta urbanización”. No sucedió lo mismo cuando penetraron en lo que iba
a ser su escuela a la que definió en aquel instante como “antro tenebroso” y que le decepcionó de manera más que evidente.
Esa percepción se modificó cuando visitó la iglesia que estaba en frente de su
colegio y el “magnífico” retablo de
Morales con el que quedó impresionado. También visitaron el Ayuntamiento al que
describió como “caserón inmenso y vacío”.
A la
caída de la tarde, uno de los anfitriones, Sebastián Bravo, les llevó hasta la
ribera de huertas donde este arroyano tenía según las propias palabras del maestro
un vergel al que describió como “un
auténtico paraíso dada la abundancia y variedad de sus frutales selectos, la
fresca sombra de sus tupidos emparrados y el ambiente de paz y poesía que allí
se respiraba”. Fue el momento en que también conoció que en las charcas del
pueblo se criaban las más sabrosas tencas de la comarca, y que muy próximo, y
en terrenos libres, abundaban los conejos, las liebres y las perdices y que
pocos eran los que se dedicaban a la caza con excepción de “Guillermazo, Juan el Caipa y Leonardo el
Relojero (Gataparda)”.
Con
esta información, que le fue proporcionada por Lucio Javato, un nuevo “hacendado” que se había unido al grupo,
y que cada vez era más extenso, comprendió muy pronto que el pueblo era
propenso, por un lado, a identificarse por los “motes” mucho más que por nombres y apellidos; y por otro parte,
estaba entusiasmado con toda la información que le habían proporcionado ya que
el joven maestro era también muy dado a estas “distracciones camperas”. Muchas serían las ocasiones en que los
años siguientes estuvo lanzando la caña en las proximidades de la Peña Tripera
y adentrándose en los “canchales de la
Zafrilla” para dar gusto a sus aficiones cinegéticas.
Fue
en ese instante cuando su maestro Abelardo se dirigió al grupo de arroyanos que
les acompañaba y les espetó un claro “¡ya
le dirán ustedes donde se compran los garbanzos en este pueblo, porque el nuevo
maestro se nos ha quedado un poco magrillo!”, y es que como bien recordaba
el docente la mayor parte de los que allí se encontraban “sobrepasaban los 100 kilos”, arroyanos por tanto bien alimentados
que “por esta razón respiraban optimismo
y bondad por todos sus poros”, nos legaría muchos años más tarde don
Florencio.
Para
gran sorpresa del maestro, Lucio Javato, que había avisado previamente a una de
sus criadas, les destapó una gran cesta de mimbre que venía repleto de todos
los manjares que Arroyo tenía durante esos años y que en algunos casos hemos
perdido o estamos en ello. A saber, aquella cesta para homenajear al nuevo
maestro y a sus acompañantes venía cargada de dos grandes y tiernos panes de
trigo candeal, una cacerola llena de exquisitas tencas fritas, una bandeja con
chorizos y lomos de “todos los calibres”,
un hermoso queso del que solo se hace en los apriscos arroyanos y “lo mejor de lo mejor de lo que se cría en
Arroyo y en el mundo entero”; es decir, dos grandes botellas de vino casero.
El maestro sucumbió, como tantos otros, al dicho que venimos difundiendo, al
menos desde el siglo XVII, una gran parte de los arroyanos, el que nuestro
caldo es el mejor del mundo.
La
tarde aquella la recordaba siempre el maestro como espléndida y de “confortadora refacción”. Con los
efluvios del vino haciendo ya su cometido y con el calor del verano arroyano se
hicieron votos públicos y en voz alta para que la estancia del maestro fuera “grata y duradera”. El tiempo se les echó
encima, y tuvieron que salir poco más que corriendo en la búsqueda, otra vez,
del coche de Tejeda, que esperaba impaciente en la plaza mayor porque debían
coger el tren en la estación y había peligro de perderlo.
¡No
se preocupen ustedes! Con estas caballerizas hacemos el tramo en 20 minutos,
dijo el cochero en un alarde de optimismo. El maestro volvió a echar una nueva
ojeada a los dos “jamelgos, la Chata y la
Torda”, y le pareció que estaba exagerando un poco. Los tres subieron de
nuevo a la “tartana de la emoción”.
Una vez doblada la esquina de “Cachorrito” y entraron en la carretera, el
vehículo pareció tomar bríos e inició un trote impropio de las bestias que la
llevaban.
El
problema lo encontraron cuando comenzaron a subir la cuesta para coronar el
alto. Los animales, abrumados por la carga, y los años, resoplaban como “fuelles averiados”. Parecía que estaban
a punto de caer sobre la grava, y de hecho los tres viajeros lo estuvieron
temiendo seriamente. Fue entonces cuando Tejeda con su látigo y con sus “media docena de interjecciones” pareció
insuflar nuevos ánimos a las dos mulas que lograron completar el alto de la
carretera y lanzarse cuesta abajo. En ese instante lo que recuerda el joven
maestro fue el “ruido espantoso” que
se desató en el interior del carromato. El mismo “se tambaleaba vertical y horizontalmente de manera alarmante. Tan
pronto sus tableros en ángulo agudo nos oprimían las espaldas, como abriéndose
en ángulo obtuso nos invitaban a salir lanzados a la cuneta”. A cada bache,
aquello le pareció que iba a estallar en “mil
pedazos”. ¡Y todo ello, con la barriga llena y sin hacer la digestión!
Calle Postas nº 10 |
Al fin lograron pasar “milagrosamente” el Corral Nuevo y llegar al atajo en las proximidades de la estación de ferrocarril. Allí decidieron bajarse doloridos y asustados, pagaron a Tejeda y los tres dispusieron que los últimos 500 metros era mejor “hacerlos a pie”, por si acaso. Los dos amigos cogieron el tren que les llevaba hasta Cáceres, y don Florencio marchó hasta Malpartida de Plasencia, población a la que acudió para pasar el resto del verano con su familia y antes de regresar en los primeros días de septiembre a Arroyo para alojarse en la calle Postas nº 10. Aquel año inició su primer curso en la escuela unitaria número 2 de Arroyo del Puerco, “únicamente” con un centenar de chiquillos de diversas edades a su cargo, tal y como se aprecia en la fotografía que ilustra este artículo, aunque aquel día de la foto faltaron algunos, ya que tenían que trabajar.