jueves, 2 de julio de 2020

38. EL CRONISTA: "¡HA LLEGADO EL MAESTRO! (Florencio García Rubio)"

Por Francisco Javier García Carrero
           Cronista Oficial de Arroyo de la Luz

En la actualidad, la llegada de un maestro de escuela o un profesor a un pueblo con lo que hoy denominamos “destino definitivo” pasa completamente desapercibido para la inmensa mayoría de la población al que el docente ha sido destinado. Esto es lo que sucede, por ejemplo, en nuestra localidad por lo que muy pocos de sus habitantes sabrán quiénes son los maestros que tienen “plaza” en el colegio público o en el instituto de secundaria. Tendríamos que trasladarnos hasta un pueblo muy pequeño, y con muy pocos habitantes para comprobar todavía que esa llegada a la población de estos profesionales de la enseñanza genera un mínimo de expectación entre los parroquianos que allí habitan.

No obstante, y como muchos de vosotros sabéis, esto no siempre ha sido así, ni muchísimo menos. Hubo otras etapas de nuestra historia, y no demasiada lejanas en el tiempo, en la que la llegada de un maestro que tenía “escuela en propiedad”, ese era el término que se utilizaba entonces, generaba en la localidad a la que se le destinaba una auténtica “revolución” entre sus habitantes. Una situación que discurría entre la curiosidad de muchos, el interés de otros, la emoción de pocos, la expectativa de casi todos e, incluso, la preocupación de las élites de la localidad. Y es que hasta que no pasaba un tiempo prudencial, y de contacto intenso con la chiquillería, no se sabía “de qué pie cojeaba el maestro”.

Son varios los casos de docentes que podríamos referir y que servirían de ejemplo de esta primera llegada de un maestro a nuestra población (para estas impresiones os aconsejo la lectura de la obra de Josefina Aldecoa Historia de una maestra, por mujer y por maestra). No obstante, en este artículo mensual vamos a referir el primer contacto, esa primera impresión que tuvo con Arroyo del Puerco uno de esos maestros que hizo “escuela” en la villa, un docente que dejó un poso de amplia cultura en un buen número de sus discípulos (especialmente en el también maestro y poeta Juan Ramos Aparicio). Me estoy refiriendo a la primera llegada al pueblo de Florencio García Rubio. Un pedagogo al que nuestra localidad quiso reconocer su sapiencia y su buen hacer no solo con la rotulación de una de sus calles (¡qué inteligentes algunas de las corporaciones pasadas!), sino también con la colocación de una placa que le recuerda de manera permanente. Un distintivo que todavía hoy puede admirarse allí donde estuvo ubicada su “unitaria número 2 de Arroyo del Puerco”.

Nos encontramos en el tórrido verano arroyano del mes de julio de 1918 y era alcalde de la localidad el omnipresente “señor feudal de la villa” Germán Petit Ulloa (estoy utilizando descripción de época, y no adjetivación personal, aunque me ratifico en ella como propia). El maestro Florencio García Rubio acababa de lograr en el concurso nacional una “plaza en propiedad en la unitaria número 2 de Arroyo con sueldo de 1.000 pesetas anuales y emolumentos que le correspondan”, rezaba el título que atesoraba y que recogió como máxima aspiración de vida en aquel instante, ya que se había convertido en “maestro de verdad”, dirá en sus memorias. Con el documento en la mano, el joven docente de solo 24 años tenía ganas de conocer a las autoridades arroyanas, sus calles, su escuela, sus gentes en el destino adjudicado, y antes que se iniciara el curso académico en el mes de septiembre, sin olvidar, por supuesto, la vivienda donde tendría que alojarse.

Placa en la unitaria nº 2 de Arroyo de la Luz (Actual Oficina de Turismo)

Florencio García Rubio, con cierta inquietud y muchos interrogantes, decidió trasladarse hasta la localidad arroyana, población en la que permanecería dieciocho cursos consecutivamente. Para ese primer contacto se ofrecieron a acompañarle dos maestros veteranos de la capital cacereña, pedagogos que conocían a algunas de las “autoridades” locales, y quienes entendían que podían ayudar a su discípulo para abrir esas primeras puertas en una población de las más importantes de la provincia, porque no debemos olvidar que ya entonces Arroyo contaba con 8.000 habitantes. Los dos maestros se llamaban Abelardo Martín Chamorro y Raimundo Rodríguez Álvarez. Tenían que buscar un medio de locomoción que les transportara a los tres hasta Arroyo, y entonces no existía otra posibilidad para hacerlo que contratar por seis reales la “desvencijada y trepidante tartana de Tejeda”, el único medio de locomoción barato de traslado durante aquellos años entre Arroyo y Cáceres o Arroyo y la estación de Arroyo-Malpartida, un carromato que el maestro describiría como “la tartana de la emoción”.

Durante el trayecto nuestro docente fue visionando por primera vez un paisaje que luego se tornó muy familiar. También durante ese viaje le fueron contestando los “miles de interrogantes” que lanzaba a Tejeda, el conductor del carromato, y que éste le fue respondiendo uno a uno pacientemente. Cuando ya concluyó el interrogatorio, el carretero concluyó en tono profético, “aquí lo va a pasar usted muy bien”. Y así fue, Tejeda no se equivocó, Arroyo se convertiría con el tiempo en su segunda “patria chica”. Muchos años después aún recordaba el maestro con perfecta claridad cuando la “tartana” coronó el alto de la carretera y apareció ante sus ojos un “hermoso pueblo de más de un kilómetro y cuyas altas torres y casas pulcramente blanqueadas parecían querer elevarse de entre la fronda verde de los olivos para darme gozosas su cordial bienvenida”, dirá posteriormente con un poso de melancolía.

Cuando llegaron al pueblo, al primer lugar al que se dirigieron fue a la casa del párroco, Sebastián Díaz, el mismo que unos años más tarde inició los preparativos para la llegada del colegio de las monjas a la localidad, y que había sido discípulo de uno de los maestros que acompañaba al joven Florencio, don Raimundo. Cuando lo encontraron tuvieron que esperar unos minutos ya que el cura se encontraba en animada partida de tute con dos de los grandes propietarios que entonces tenía el pueblo, los hermanos Ceferino y Sebastián Bravo. El cuarto de los jugadores era el industrial Francisco Perfecta. Concluido saludos y presentaciones a los tres docentes se les obsequió con café, copa y cigarro, momento en el que se unió el secretario del Ayuntamiento Gabino Gracia al que también se había avisado para que acudiera al domicilio del párroco ya que era íntimo amigo del otro maestro que les acompañaba en esta primera toma de contacto con la población, don Abelardo.

¡Había llegado el nuevo maestro a la villa!, sentenciaría el secretario de la corporación municipal. Degustada la copa y el café todos los integrantes decidieron salir de la casa del sacerdote y pasear por las zonas más emblemáticas del pueblo. Los parroquianos quisieron mostrar a don Florencio lo que iba a ser su nuevo hogar. Este primer discurrir por las calles arroyanas causó grata impresión y admiración en el joven docente, rúas a las que describió como “amplias, limpias y de perfecta urbanización”. No sucedió lo mismo cuando penetraron en lo que iba a ser su escuela a la que definió en aquel instante como “antro tenebroso” y que le decepcionó de manera más que evidente. Esa percepción se modificó cuando visitó la iglesia que estaba en frente de su colegio y el “magnífico” retablo de Morales con el que quedó impresionado. También visitaron el Ayuntamiento al que describió como “caserón inmenso y vacío”.

A la caída de la tarde, uno de los anfitriones, Sebastián Bravo, les llevó hasta la ribera de huertas donde este arroyano tenía según las propias palabras del maestro un vergel al que describió como “un auténtico paraíso dada la abundancia y variedad de sus frutales selectos, la fresca sombra de sus tupidos emparrados y el ambiente de paz y poesía que allí se respiraba”. Fue el momento en que también conoció que en las charcas del pueblo se criaban las más sabrosas tencas de la comarca, y que muy próximo, y en terrenos libres, abundaban los conejos, las liebres y las perdices y que pocos eran los que se dedicaban a la caza con excepción de “Guillermazo, Juan el Caipa y Leonardo el Relojero (Gataparda)”.

Con esta información, que le fue proporcionada por Lucio Javato, un nuevo “hacendado” que se había unido al grupo, y que cada vez era más extenso, comprendió muy pronto que el pueblo era propenso, por un lado, a identificarse por los “motes” mucho más que por nombres y apellidos; y por otro parte, estaba entusiasmado con toda la información que le habían proporcionado ya que el joven maestro era también muy dado a estas “distracciones camperas”. Muchas serían las ocasiones en que los años siguientes estuvo lanzando la caña en las proximidades de la Peña Tripera y adentrándose en los “canchales de la Zafrilla” para dar gusto a sus aficiones cinegéticas.

Fue en ese instante cuando su maestro Abelardo se dirigió al grupo de arroyanos que les acompañaba y les espetó un claro “¡ya le dirán ustedes donde se compran los garbanzos en este pueblo, porque el nuevo maestro se nos ha quedado un poco magrillo!”, y es que como bien recordaba el docente la mayor parte de los que allí se encontraban “sobrepasaban los 100 kilos”, arroyanos por tanto bien alimentados que “por esta razón respiraban optimismo y bondad por todos sus poros”, nos legaría muchos años más tarde don Florencio.

Para gran sorpresa del maestro, Lucio Javato, que había avisado previamente a una de sus criadas, les destapó una gran cesta de mimbre que venía repleto de todos los manjares que Arroyo tenía durante esos años y que en algunos casos hemos perdido o estamos en ello. A saber, aquella cesta para homenajear al nuevo maestro y a sus acompañantes venía cargada de dos grandes y tiernos panes de trigo candeal, una cacerola llena de exquisitas tencas fritas, una bandeja con chorizos y lomos de “todos los calibres”, un hermoso queso del que solo se hace en los apriscos arroyanos y “lo mejor de lo mejor de lo que se cría en Arroyo y en el mundo entero”; es decir, dos grandes botellas de vino casero. El maestro sucumbió, como tantos otros, al dicho que venimos difundiendo, al menos desde el siglo XVII, una gran parte de los arroyanos, el que nuestro caldo es el mejor del mundo.

La tarde aquella la recordaba siempre el maestro como espléndida y de “confortadora refacción”. Con los efluvios del vino haciendo ya su cometido y con el calor del verano arroyano se hicieron votos públicos y en voz alta para que la estancia del maestro fuera “grata y duradera”. El tiempo se les echó encima, y tuvieron que salir poco más que corriendo en la búsqueda, otra vez, del coche de Tejeda, que esperaba impaciente en la plaza mayor porque debían coger el tren en la estación y había peligro de perderlo.

¡No se preocupen ustedes! Con estas caballerizas hacemos el tramo en 20 minutos, dijo el cochero en un alarde de optimismo. El maestro volvió a echar una nueva ojeada a los dos “jamelgos, la Chata y la Torda”, y le pareció que estaba exagerando un poco. Los tres subieron de nuevo a la “tartana de la emoción”. Una vez doblada la esquina de “Cachorrito” y entraron en la carretera, el vehículo pareció tomar bríos e inició un trote impropio de las bestias que la llevaban.

El problema lo encontraron cuando comenzaron a subir la cuesta para coronar el alto. Los animales, abrumados por la carga, y los años, resoplaban como “fuelles averiados”. Parecía que estaban a punto de caer sobre la grava, y de hecho los tres viajeros lo estuvieron temiendo seriamente. Fue entonces cuando Tejeda con su látigo y con sus “media docena de interjecciones” pareció insuflar nuevos ánimos a las dos mulas que lograron completar el alto de la carretera y lanzarse cuesta abajo. En ese instante lo que recuerda el joven maestro fue el “ruido espantoso” que se desató en el interior del carromato. El mismo “se tambaleaba vertical y horizontalmente de manera alarmante. Tan pronto sus tableros en ángulo agudo nos oprimían las espaldas, como abriéndose en ángulo obtuso nos invitaban a salir lanzados a la cuneta”. A cada bache, aquello le pareció que iba a estallar en “mil pedazos”. ¡Y todo ello, con la barriga llena y sin hacer la digestión!

Calle Postas nº 10

Al fin lograron pasar “milagrosamente” el Corral Nuevo y llegar al atajo en las proximidades de la estación de ferrocarril. Allí decidieron bajarse doloridos y asustados, pagaron a Tejeda y los tres dispusieron que los últimos 500 metros era mejor “hacerlos a pie”, por si acaso. Los dos amigos cogieron el tren que les llevaba hasta Cáceres, y don Florencio marchó hasta Malpartida de Plasencia, población a la que acudió para pasar el resto del verano con su familia y antes de regresar en los primeros días de septiembre a Arroyo para alojarse en la calle Postas nº 10. Aquel año inició su primer curso en la escuela unitaria número 2 de Arroyo del Puerco, “únicamente” con un centenar de chiquillos de diversas edades a su cargo, tal y como se aprecia en la fotografía que ilustra este artículo, aunque aquel día de la foto faltaron algunos, ya que tenían que trabajar.


Nota
: Una vez más mi más sincero homenaje y reconocimiento a todos los docentes que han discurrido por la villa, pasados y actuales. Gracias a ellos, y este año se ha visto más que nunca, han demostrado ser un pilar básico e indispensable en el sistema educativo de nuestro país, aunque a alguna ministra no se lo parezca. 

Escuela de D. Florencio García Rubio. Curso 1918-1919