miércoles, 2 de diciembre de 2020

43. EL CRONISTA: "EL CEMENTERIO ARROYANO Y SUS EPITAFIOS"

Por Francisco Javier García Carrero

                                                                                                                                       Cronista Oficial de Arroyo de la Luz 

Cercano a la finalización del siglo XIX, concretamente en el año 1889, y siendo alcalde de Arroyo del Puerco Pedro Tejado Zancada, se inauguró en el extrarradio de la villa el flamante y actual cementerio de la  localidad. Un campo-santo que venía a sustituir al castillo de los Herrera, necrópolis que venían usando nuestros paisanos desde principios de ese mismo siglo, y mucho después de prohibirse completamente las inhumaciones en el interior de la iglesia parroquial de la Asunción, en su atrio exterior o en los alrededores de las distintas ermitas locales.

El castillo, que fue el último emplazamiento que se venía utilizando, era a estas alturas del siglo XIX un lugar de enterramiento demasiado cercano a la población, ruinoso en la mayor parte de su arquitectura medieval (edificado a mediados del siglo XV), de difícil acceso para muchos de los enterramientos que resultaban multitudinarios y que, además, ya se encontraba prácticamente repleto de cadáveres y donde la higiene más elemental dejaba mucho que desear.

Se necesitaba, por tanto, un nuevo espacio de enterramiento lo suficientemente alejado de la villa, mucho más espacioso, con una doble división civil y religiosa, y que cumpliera con todos los cánones de salubridad acorde a los tiempos que se estaban viviendo. Un cementerio que desde aquellos primeros instantes, y hasta la actualidad, no ha dejado de crecer en lo que refiere el número de nichos que se han ido construyendo a lo largo de más de un siglo que lleva en pleno funcionamiento.

Plano original del cementerio arroyano (1889)
         Pasear por nuestro campo-santo, y al margen del sentimiento religioso, o más bien, además de él, también debemos entender nuestro cementerio como una enciclopedia abierta de la historia arroyana de los últimos 130 años. El mismo alberga miles de nombres y apellidos, miles de datos registrados con fechas de nacimiento, edades y momento exacto de la defunción. O lo que es lo mismo, un cementerio que funciona como un auténtico archivo en piedra y donde un buen número de lápidas transitan entre el amor, la evocación, la melancolía, la añoranza o la tristeza pero siempre con el recuerdo perenne de los que ya no están entre nosotros.

Las lápidas recuperan los nombres de todos nuestros antepasados, ya sean empresarios, funcionarios, religiosos, agricultores, ganaderos, militares, pensadores, escritores y un largo etcétera que sería casi interminable de recoger. Y es que todos tenemos allí a algún ser querido. Es decir, el cementerio lo debemos entender, y a pesar de los tres mausoleos que alberga en su interior, como el único recinto que homogeniza a todas las clases sociales como ningún otro espacio de nuestra población logra. Por tanto, la muerte igualándonos perennemente.

Es, por consiguiente, el perfecto recinto que nos equipara socio-residencialmente, y de manera definitiva, a todos los que allí descansan para la eternidad. Es por ello por lo que la inmensa mayoría de los nichos que allí se encuentran son todos muy similares, ya que en muchas ocasiones únicamente el tipo de florero, o las flores que adorna la lápida, se convierte en la única nota distintiva entre todos ellos.

Desde mi punto de vista, y al margen de los nombres y las fechas más significativas de los finados, y a pesar que los arroyanos no somos mucho de utilizarlo de forma grandilocuente, probablemente lo más interesante del recinto sean los distintos epitafios que pueden leerse en la parte inferior de muchas de las lápidas. Diversos textos de extensión variada que, bien dictados en su momento por el que se encuentra en su interior, o bien redactado por alguno de sus familiares, tratan de recordar perpetuamente al padre, madre o hijo ya fallecido. En otras ocasiones estas breves y últimas palabras nos muestran la relación que el difunto ha tenido con sus semejantes o con el espacio que le vio vivir y morir.

Al margen de los más habituales “Nunca te olvidaremos”, “Siempre en nuestro recuerdo”, “Si quererte fue fácil, olvidarte es imposible”, y algunos otros que podríamos añadir de parecidos términos, en la mayor parte de las tumbas, existen algunos otros donde la originalidad y la poesía más o menos intimista hacen del texto escrito un gran epigrama. Con seguridad dejaré en el tintero muchos que me hubiese gustado detallar en este artículo, no obstante, trataré de reflejar los que por la causa que fuere me han llamado siempre más la atención.

         En principio, algunos textos son puramente informativos sobre la profesión de la persona que allí se encuentra, como sucede con dos de los párrocos que han ido jalonando nuestra historia. El caso de Antonio Etreros López, que supo defender con firmeza su fe después de diversas disputas teologales durante varios años (muchas de ellas las tenemos por escrito) con los distintos masones que en Arroyo tuvimos a finales del siglo XIX. Lo mismo sucede con Bruno Jenaro Congregado que quedó en el recuerdo de sus sobrinos que fueron, en definitiva, los que sufragaron la lápida y la inhumación del párroco en marzo de 1939.

  
           Lo mismo sucede con Lorenzo Martínez Marín cuya lápida nos informa que había sido farmacéutico y mayordomo de la Virgen de la Luz, y que falleció en septiembre de 1931 siendo muy joven ya que únicamente contaba con 38 años de edad. Siendo su esposa la que le recuerda permanentemente. Fue inhumado con los restos de su padre, Fernando Martínez Camargo, el regidor que dio la bienvenida al siglo XX porque no en vano fue el alcalde de la población entre julio de 1899 y enero de 1902. 

También destacamos la lápida del jovencísimo alférez de Regulares de Larache que con solo 19 años, Miguel Canal Rosado, y que tuvo un recuerdo perenne con calle incluida durante toda la dictadura franquista (actual calle Los Rosales), nos detalla que murió “Gloriosamente por Dios y por la Patria” en febrero de 1938 y en plena Guerra Civil. Ojalá sea la actual corporación municipal la que algún día tenga un detalle semejante para esa treintena de arroyanos que pasaron por esta vida y que no tienen inscripción de recuerdo alguno, y todo ello después de 45 años de libertad y de la sucesión de varias corporaciones democráticas.


Otros son textos escuetos, probablemente una frase que algún día pronunció el que allí se encuentra, “Servir al pueblo y a Dios fue mi mayor ilusión”, pero que dice mucho de la personalidad del difunto, y que no deja de ser un epitafio muy personal de su breve paso por esta vida. En otras ocasiones son los familiares, esposa e hijos, los que escriben unas últimas líneas de agradecimiento al finado por el mucho amor que habían recibido en vida y recordándonos a todos los que por allí pasamos que “Ahora eres luz y tu alma puede volar libre”. Lo mismo sucede con esa otra familia que quiere seguir evocándolo y para ello nos trasladan que “Hablar de ti es hacerte existir, no decir nada sería olvidarte”.



También encontramos epitafios poéticos, con seguridad porque el fallecido se movía con gran soltura en este ámbito, a la par que profundamente religioso que también lo era, por lo que se señala que “Si giras sobre la fe nos encontraremos con Dios y si te apartas de Él verás desesperación”. De la misma forma, también encontramos auténticas cartas muy extensas de una esposa enamorada que nos recuerda con enorme nostalgia que “Siento mis manos vacías. Estás, pero te fuiste al despertar el alba a un viaje que no tiene final. Se quedó tu presencia en todas partes, en la aguas del río, nuestra viña bohemia y en las flores del almendro. Contigo caminé…”.


Mucho más profundo y de gran valor testimonial son los dos epitafios que nuestro gran pensador Pedro Caba Landa firmó para los dos nichos que albergan los restos tanto de él como el de su esposa. Así el suyo desde 1992 recoge un sentidísimo “Flotante en el río viaja la rosa de mis pensamientos” y en el de su esposa, Ángela Martínez, dos años más tarde nos dejó para el recuerdo nuestro gran filósofo que “Toda la paz se ha dormido”.

Por último, y personalmente creo que por encima de todos, merece destacar con letras mayúsculas las frases que adorna desde el 23 de agosto de 2009 la lápida de uno de nuestros maestros más querido, Juan Ramos Aparicio. El texto recoge en pocas líneas el intenso amor que este poeta sintió permanentemente y sin descanso por su pueblo amado y por sus convecinos con los que quería “vivir” el sueño eterno. Un pueblo al que no se cansó de ensalzar una y otra vez. De esta forma nos recuerda su archivo pétreo que “Para amarte estaré siempre a tu vera, que en mi alma murieron ya los sueños y quisiera vivir junto a los míos y, al morir, descansar junto a mis muertos”. Casi nada, ahí queda eso.


Entrada al Campo-Santo