domingo, 2 de mayo de 2021

48. EL CRONISTA: "HISTORIAS DE LA GRAJUELA, LA PLAZUELINA, LA TORRE DE LA ASUNCIÓN Y UNA ESPADA PARTIDA EN DOS"

 Por Francisco Javier García Carrero

Cronista Oficial de Arroyo de la Luz 


         Resulta evidente que me estoy haciendo mayor (o más bien, ya soy mayor). Cuando uno empieza a escribir sobre la niñez, la adolescencia o la juventud, y sobre todo si esa escritura se hace en primera persona, debemos aceptar y admitir que nos estamos haciendo mayores. Esta es la segunda vez que realizo estos recuerdos que plasmo por escrito para nuestros artículos mensuales. La primera ocasión fue con aquel inolvidable “Historias de la Venus. El futuro ya está aquí”, un texto que ahí sigue publicado, y dudo que ningún otro que se realice pueda superarle como lo más leído del blog de Paisajes y Fiestas. Un artículo que luego amplié en el libro “De aquí a la eternidad”, una historia de música y baile centrado en los primeros años ochenta, discotequeras y agarradas, que muchos de vosotros ya habéis leído o incluso, según me habéis comentado en más de una ocasión, releído.

En este caso, a petición o por sugerencia del presidente de este blog, centraremos el análisis en una serie de recuerdos infantiles de los primeros años de la década de los setenta del siglo pasado, y para ello he contado con la memoria de otro de los niños de los que fui inseparable durante aquellos años, Alfonso Macías Pérez (Pichichi). Una etapa en la que nuestra vida giraba alrededor de la Grajuela, la Plazuelina y la torre de la iglesia de la Asunción, porque no en vano el que suscribe estas líneas era uno de los seis monaguillos que don Ciriaco Fuentes Baquero tenía como “subalternos” de aquella parroquia de la Plaza (Fonsi Macías, Julio Fondón, Emilio Fondón, Pabli Miguel Cortés, Flori Rodríguez (D.E.P) y yo mismo).

Lo particular de estas líneas y aunque narradas en primera persona, es que son las mismas anécdotas que experimentaron todos los niños arroyanos de décadas anteriores y alguna generación más de las posteriores. Por eso, estas “historias” tan comunes forman parte de lo que podemos describir como fragmentos de nuestro acervo más tradicional. Una cotidianidad que abarca la de todos los paisanos mayores de 45 años, aproximadamente. Para todos aquellos que tienen muchos menos de esa cifra, estas vivencias no dejan de ser “historias del abuelo cebolleta”. A los jóvenes actuales estos “espacios arroyanos”, estos juegos tan rústicos, estos hechos que irán jalonando el texto les sonarán a “chino” porque ellos ya no han jugado ni se han relacionado con sus amigos de esta forma, ni aproximadamente.

Don Vicente, Alfonso Macías
y yo mismo.

      A pesar de que a la escuela íbamos mañana y tarde, y que nuestras obligaciones como monaguillos rara vez se desatendieron (aunque algún capón de don Vicente Bolinche llegamos a sufrir en los meses de verano cuando este párroco sustituía a don Ciriaco), siempre encontrábamos el tiempo suficiente para interrelacionarnos en aquellos maravillosos juegos infantiles. El espacio para socializarnos eran las proximidades de nuestros respectivos domicilios, ya que todos los amigos vivíamos en calles muy próximas y algunos, como Flori, en la misma que yo, Castillejos, y uno enfrente del otro.

         De esta forma, la Plazuela o Plazuelina (el final de la calle Castillejos después de cruzar con la calle Castillo), la iglesia de la Asunción con su torre, la Grajuela y todos los espacios de alrededor de la misma (huertas, castillo de Herrera, acueducto de riego, convento, Alameda, etc.) eran puntos de encuentros y juegos cotidianos, zonas por los que nos movíamos con soltura y que todos conocíamos a la perfección.
Vista del castillo desde la Grajuela

Acueducto desde la Grajuela

La Plazuela era nuestro particular “campo de fútbol”, allí jugábamos generalmente con un balón de plástico que acababa muy endurecido a base de usarlo una y otra vez, aunque en alguna ocasión, cuando el partido era con “equipos” de otros barrios también utilizábamos la “Erina”, un espacio que ahora ocupa la cooperativa. Más de dos veces salimos a pedradas. También recuerdo que tuvimos un balón de cuero que nos encontramos, y aunque roto en uno de los pentágonos, lo logramos arreglar. Con ese balón fuimos unos privilegiados durante bastante tiempo. En no pocas ocasiones, esos partidos también terminaron de forma brusca cuando los balonazos se producían en las propiedades próximas (señora Martina, “Canillas”, “Cabancheja”) y provocaban la salida de alguno de ellos que con órdenes tajantes y, sobre todo, con instrumentos amenazantes provocaban la estampida general de la chiquillería en cualquier dirección a las huertas cercanas.

Actual Plazuelina

      Y es que en las huertas próximas a la Grajuela teníamos nuestro particular paraíso. Allí se encontraban el mejor vergel arroyano y la exquisita fruta que unos niños de aquellos años podían paladear, naranjas, fresas, moras, peras y manzanas. No obstante, particularmente me quedaba con las ciruelas (las Claudia) de la Huerta Plata. Las mejores que existían en el pueblo, las más demandadas y siempre las más vigiladas, tanto por las dueñas de aquel vergel como por los “guardas” que eran nuestra auténtica pesadilla. En una ocasión subidos en la pared de esa huerta, y a punto de saltar hacia fuera para saborear nuestro manjar recién cogido, vemos correr en dirección nuestra a uno de aquellos guardas (el Pichón), y que su familia, la señora Anselma, vivía enfrente de nuestra casa. Todos tuvimos que volver a saltar hacia el interior de la huerta y correr como alma que lleva el diablo, perdiendo buena parte de nuestro botín, y cruzar toda la huerta para aparecer por la zona del Corral Concejo.

Nos habíamos salvado, de momento, el “folklore” nos esperaba cuando llegáramos a casa. A uno de los que reconocieron de manera inmediata fue a Flori, el guarda ya había comunicado el incidente a su madre que lo esperaba con esas zapatillas que volaban que daban gusto. Y yo, aunque no fui reconocido en un principio, tuve que confesar que también había participado de aquella “fiesta”, aunque el fiestorro particular lo tuve posteriormente cuando llegó mi padre de trabajar y mi madre le contó el incidente con el “guarda de las huertas”.

Toda esa zona era también el espacio para la búsqueda de esos pequeños animales que tanto nos entretenían y con los que disfrutábamos. “Andar a pájaros, a nidos o a grillos”, era también una actividad relativamente frecuente y que en alguna ocasión nos dio un buen susto. Buscando grillos, uno de los amigos, Julio, introdujo el dedo en la supuesta grillera, y mira que le dijimos y advertimos que lo mejor era “mear” en el agujero para que el grillo saliera. La mala suerte quiso que lo que allí había escondido era un “alacrán” y que le picó en el dedo. No había visto correr a julio tanto y tan rápido en mi vida. No hubo forma de pillarlo. Llegó como una exhalación hasta su casa en la calle Castillo donde su madre supo cómo curarlo y el resto de los amigos detrás de él jadeando y asustados.

Biblioteca del Estado (Badajoz)

     La Plazuelina era también el lugar donde jugábamos al “cachindai”, un entretenimiento de aquellos niños arroyanos y hoy completamente olvidado. Consistía en afilar por las dos puntas un palo de unos 12 centímetros, posteriormente uno de los jugadores le golpeaba en uno de los extremos con una pala para hacerlo saltar y a continuación, cuando estaba en el aire, golpearlo con esa misma pala, lo más alejado posible, el resto de los amigos debían pillar el palo en el aire. El que lo lograba era el encargado de iniciar el mismo proceso. Otro de nuestros juegos habituales en este espacio eran el “clavo”, la “dola”, los “bolindres” y el “peón”, aunque para este último lo mejor eran las “canterías” de granito que había en todas las aceras de las calles del pueblo.

     El interior del castillo también era un espacio lúdico, incluso llegamos a tener un candado propio para entrar cuando quisiéramos. No obstante, yo era de los que me resistía a penetrar porque en su interior todavía había restos cadavéricos que, personalmente, me dieron siempre un miedo terrible. Mucho más agradable era jugar con el agua que corría por la Grajuela y en la que hacíamos carreras de “barcos” con cualquier cosa que flotara (pequeña rama, un corcho, cascarones de nueces, etc.). De la misma forma, utilizábamos el “Chabuconino”, un pequeño charco de agua relativamente profundo que se formaba al lado de la Grajuela en la época del riego, y al que iban a la lavar la ropa las mujeres. La mayoría de nosotros aprendimos a nadar en ese espacio con la ayuda de globos inflados con aire, a la manera de flotadores, y que comprábamos a las señoras que vendían las “chuches” todos los domingos en los puestos de la plaza. Más de un globo se estalló y más de uno acabó pegando buenos “tragones”.

       Pero donde realmente nos sentíamos importantes, dada nuestra condición de monaguillos, era en la iglesia de la Asunción y, especialmente, en su torre, nuestro particular refugio y lugar principal de trabajo, porque las campanas había que tocarlas a mano. El campanario, ignoro el número de lectores que han subido hasta arriba, era un sitio relativamente espacioso. Al menos entonces a nosotros nos lo parecía porque en ocasiones, como era la noche de difuntos, llegamos a estar allí holgadamente hasta 7 personas. Los seis monaguillos y el señor Antonio “El Gallo”. Aquella noche, aunque larga, nunca resultó tediosa. Todo resultaba aquella jornada una novedad y una aventura para los niños, desde la cacerola de pollo en salsa que nos llevaba todos los años la hermana de don Ciriaco, hasta las castañas que asábamos en la fogata que estaba toda la noche encendida con la leña que nos había facilitado la familia de Matías Parra, y siempre con ese repique de campanas a difuntos permanente y que con exquisito respeto tañían en un silencio sepulcral en todo el pueblo.

El día de la confirmación
y con traje de faena.

      Día importante para toda la comunidad religiosa, y particularmente para nosotros como monaguillos, era el Miércoles de Ceniza, y con el que se daba el pistoletazo de salida a la Cuaresma. El día previo teníamos una actividad frenética porque don Ciriaco nos mandaba a recoger todas las palmas de las distintas casas particulares y que allí se encontraban desde el año anterior. La finalidad era llevarlas hasta su patio para prenderles fuego y obtener la ceniza que posteriormente se derramaba sobre la cabeza o la frente de los cristianos como símbolo de los pecados cometidos y el propósito de enmienda. No obstante, a nosotros lo que nos interesaba, por lo menos a mí, es que aquel día pasaban muy próximas todas las “niñas” del colegio que venían con la Hermana Montero en perfecta formación para recibir la ceniza. Y allí estaba yo, al lado de don Ciriaco, viéndolas y admirándolas a todas, una a una.  

También, como hacían otros niños, éramos auténticos “animalistas”, especialmente con los perros. No había cachorro que estuviese abandonado que no encontrara cobijo con el grupo. Como no podíamos llevarlos a las casas, el lugar para cuidarlos era nuevamente la torre de la iglesia. Para mantenerlo cada uno llevaba de su domicilio lo que buenamente podía. Allí acogimos a “Turco”, así le llamamos al perro, y allí estuvo hasta que don Ciriaco supo de su existencia y hubo que trasladarlo a otro espacio. Lo mismo sucedió con una cigüeña que encontramos caída en el suelo ya que no podía volar, y a punto de que un hombre le diera con un palo. La cigüeña también acabó refugiada en la torre. Allí residió varios días, y ahora el trabajo era mayor para los monaguillos porque había que encontrar “bichos” en las huertas para poder alimentarla. Como sucedió con el perro, don Ciriaco acabó conociendo de su existencia, en este caso se la llevó hasta el patio de su casa donde la estuvo curando de sus heridas, y luego en su coche la trasladó hasta las inmediaciones del Tajo donde la dejó en libertad.

Uno de los momentos más agradables para los monaguillos, y durante mucho tiempo no nos perdíamos ni una sola celebración, fueron las bodas que coincidían generalmente con los meses de verano. En esas bodas obteníamos unas propinas magníficas, especialmente de los padrinos que en ocasiones se “estiraban” hasta las 400 pesetas que para nosotros suponían un auténtico tesoro. Don Ciriaco nos las guardaba en una hucha y posteriormente las repartía entre todos cuando la cifra ya era lo suficientemente alta. Además de ello, los monaguillos entrábamos gratis al convite (aunque algún problema con el portero siempre tuvimos) y aquel día nos poníamos todos como el “tío quico”. Algún año el número de bodas fue tan elevado que, cansados de comer casi a diario dulces, patatas fritas, aceitunas, perrunillas, y de bebida la Casera (la preferida era la que parecía Coca-Cola), que nos permitíamos preguntar con antelación “de qué era la boda”; es decir, si el convite era de dulces o de pasteles. Si era de pasteles, tres o cuatro por comensal, entonces estábamos los seis como un reloj en la puerta de la “Rubia”, que era el salón donde se celebraban la mayoría de las bodas que se oficiaban en nuestra iglesia.

Un día de San Cristobal.

Por último, quisiera contar una anécdota que nunca he olvidado, con diez años fue una humillación y hoy, en cambio, me provoca mucha risa y ternura a la vez porque entiendo que me estuvo muy bien empleado. Es una anécdota que he contado en alguna ocasión, aunque únicamente a mis amigos más íntimos. Como todos sabéis los domingos de invierno por la tarde el Cine Solano proyectaba una película infantil que provocaba el delirio entre la chiquillería. Era un cine completamente “interactivo” porque allí cuando aparecía Tarzán, el Séptimo de Caballería o Robin Hood para ajustar las cuentas con los “malos” se organizaba un pataleo o una salva de aplausos que casi impedía escuchar los diálogos. Uno de aquellos domingos vimos una película de romanos, al día siguiente todos los amigos estábamos en la carpintería del señor “Chupita”, que estaba en las traseras de mi casa y que era el abuelo de Emilio, otro de los monaguillos. Allí este buen hombre, con toda su santa paciencia nos confeccionó una espada de madera de lo más chula. En la punta la pintamos todos con color rojo para simular la sangre. Con esa espada iniciamos nuestra particular aventura.

Aquella tarde-noche, serían las 19.30 h. en un día de invierno, subimos la pandilla la calle Corredera. Entramos por la calleja estrecha de la peluquería de “El Peque” y en dirección a calle Hilacha. En ese momento nos encontramos con una niña que venía sola, de nuestra edad, y que portaba una lechera (entonces era habitual que nuestros padres nos mandaran a comprar la leche a una de las muchas lecherías que existían por el pueblo para luego cocerla en casa). Nada más verla me acerco a ella muy valiente y le apunto con mi espada de madera, y le digo lo que habíamos escuchado el día anterior en la película, ¡Ríndete! Ella no abrió la boca, se limitó con toda la tranquilidad del mundo a dejar la lechera en el suelo, coger mi preciosa espada que me arrancó de las manos y partirla en dos en un visto y no visto. Volvió a coger su lechera que la llevaba llena y siguió el camino en dirección a su casa. Nos quedamos, me quedé, compuesto y sin espada. ¡A casa chicos!, eso fue lo único que pude balbucear. Ignoro si esta niña recuerda esta anécdota que yo siempre he tenido muy presente. Hoy es amiga mía, y esta niña se llama Emy Gibello Chaves.

 Nota: Este artículo está dedicado a todos los arroyanos que vivieron su infancia en una red social que se llamaba “calle del pueblo”, y con la que disfrutamos a diario. Maravillosos años que no podremos volver a saborear, pero sí recordar. Y entre todos los lectores, quisiera en el presente mes de mayo dedicar estas líneas expresamente a uno de esos niños arroyanos que también vivió anécdotas parecidas, Jesús García Carrero. Te quiero, hermano, aunque eso ya lo sabías.

Mi hermano y yo en puerta de casa