martes, 16 de octubre de 2018

EL TROVADOR: "PELUCOS Y ENCOFRADORES"

Por Máximo Salomón Román

           El Trovador de Arroyo de la Luz
 Aquella mañana del 22 de octubre de 1965 no sería como las demás. Los niños del poblado de Torrejón apuraban el desayuno para, posteriormente, dirigirse a la escuela. De pronto, un ruido ensordecedor de sirenas y griteríos les intranquilizó, como a sus madres, y corrieron monte arriba con la angustia en sus almas por la suerte que pudieran haber corrido padres, hermanos, maridos…Fue, sin duda, una aciaga mañana en la que, finalmente, acaeció lo que ya imaginaban con ese fatal desenlace: un accidente laboral de terribles consecuencias. Una compuerta provisional(ataguía) de 14 toneladas reventó e inundo un túnel sorprendiendo a los obreros (54 fallecidos, algunos desaparecidos). Y como el arroyano ha dado siempre muestras de ser un trabajador incansable, arriesgado… y que no ha escatimado esfuerzos por ganar el sustento para los suyos…, allí estaban varios de mis paisanos. Y la maldita parca se cebó con algunos de ellos. Juan Castaño (Taroles), Aurelio Molano, Mariscal y Oliva perecieron junto con otros muchos de Aliseda, Malpartida de Plasencia, Trujillo, Jaraicejo, Almaraz…, esto es, más de medio centenar de un total aproximado de 4000 obreros del pantano. El sueldo diario eran unas 85 pts, o si lo prefieren, unas 2500 pts. mensuales. Las familias de los fallecidos recibieron el equivalente a ocho meses de trabajo (120 € actuales) y un adicional de 30€ más por cada hijo. ¡Escasa recompensa! Una vida, entiendo, vale mucho más, no tiene precio. Algunas de las familias, sobre todo las numerosas, ya desestructuradas por la pérdida del cabeza de familia en aquella sociedad tan patriarcal, recibieron la oferta de internar a los hijos mayores (creo que a partir de los 10 años) en un colegio de Madrid, donde cursar la Primaria. Como mi memoria aún no me falla, recuerdo a un compañero de colegio (estábamos con don Joaquín Plata, gran maestro) cómo con lágrimas en los ojos junto a su madre, embarazada del hermano más pequeño (Juan Manuel), se despedía para marchar a Madrid: Benito Castaño que junto a sus hermanos Antonio y Vicente residieron durante algún tiempo en un colegio interno de Madrid.
He querido comenzar mi relato con esta particular introducción porque de una u otra forma me marcó desde niño. Incluso me atreví a visitar el Salto de Torrejón con un grupo de alumnos de Plasencia (año 1984) en mis primeros años de Magisterio y comprobar los nombres de esos arroyanos en unas lápidas (creo que ya no existen) y, por supuesto, informarme de lo allí acontecido.
Los años sesenta eran años de luces y sombras. Cuando el accidente de Torrejón contábamos con apenas seis o siete años. Más reciente tenemos la construcción de los pantanos de Alcántara y Cedillo. ¿Recuerdan el paso de Franco por nuestro pueblo para inaugurar la presa de Alcántara, aquel 13 de julio de 1970? Cuatro arcos engalanados (al estilo de los de Roma o de Napoleón) se anclaron en la carretera de Alcántara. Arroyo contaba con más de nueve mil habitantes (al menos eso se nos decía en la escuela). Había un arco en la “esquina de Cachorrito”, al lado del restaurante “Maypa” con una dedicatoria “10.000 arroyanos por Franco”, situada en lo más alto. De los otros no recuerdo los textos. Viene todo ello a colación para dejar patente que estas grandes obras, como sucedería más tarde con la Central Nuclear de Almaraz, fueron la alternativa a la precaria situación de tres décadas de subdesarrollo y, sobre todo, insuflaban una bocanada de esperanza para aguantar y no inclinarse por la otra alternativa: la emigración. Arroyo era aún un pueblo de agricultores(pelucos) y ganaderos. Aquellas vacas que pastaban en la dehesa boyal, vigiladas por guardas como Cirilo, pasaban cada tarde de recogida por san Marcos y calle Parra, cubriendo el empedrado con las típicas cagarrutas (decíamos cagalutas) y dejando en nuestra memoria una imagen para el recuerdo. De otra parte, los agricultores(pelucos) solían practicar la operación “trueque”, esto es, cambiaban pan por trigo. Recuerdo a algún vecino de san Marcos con el costal lleno de panes (duraban cuatro o cinco días) y la típica libreta en la que apuntaba el panadero de turno la cantidad retirada. Tahonas como las de “Frascorrino”(trabajaban Teodoro y Diego), lap de mi calle (Valdetrás) con la señora Balbina y el señor José Chanfaina, la de los Chaves, Camisón, Cabeza, Cordero, Carrasco… realizaban ,también, la operación trueque pero con cargas de jara que tan buen olor daban al pan de entonces. Así, recuerdo al señor Fernando Molano, entre otros, y a sus hijos- Germán y Álvaro- lanzando los “jaces” (haces) de jara hasta el “sobrao” de la tahona de Valdetrás. No nos faltaba un trozo de pan que llevarnos a la boca, riquísimo cuando nuestras madres nos lo embadurnaban con aceite y azúcar. En otras ocasiones nos enviaban, con el pan en la mano, al comercio de la esquina y comprábamos la pastilla de chocolate Kitín, las tres tazas, eureka…). Para completar la merienda. ¡Nos sabía a gloria! Otra alternativa era tomar un buen vaso de leche (en aquellos vasos de lunares que casi siempre regalaban con algún detergente) recién sacada de la vaca. Los que jugábamos en el entorno de Huerto Plata gozábamos de la complacencia del señor Sebastián Higuero, (Chanino) que por una peseta nos daba hasta el añadido. 
He reseñado, con anterioridad, que eran tiempos en los que no sobraba de nada. Ello implicaba que muchas familias necesitaran de la aportación de los hijos mayores e cada hogar-máxime si eran familias numerosas (algo más común en la sociedad de entonces)-para la subsistencia de las mismas. La consecuencia era un gran absentismo escolar a partir de los diez u once años. Aún así, la responsabilidad familiar ofrecía una alternativa: las clases nocturnas. Cada hogar buscaba a esos arroyanos que, sin ser maestros, respondían a un compendio de sabiduría digno de reseñar; esos que por poco dinero y , a la luz de una débil lámpara, enseñaban a leer, escribir, matemáticas, geografía , historia... “Aquí le traigo, señor Eugenio, al muchacho a ver si aprende a leer y las cuatro reglas”, en referencia a un vecino de la calle Camberos, el señor Eugenio Hernández. Había varios, por suerte, cuyas enseñanzas recordarán hoy arroyanos sexagenarios.
La vida arroyana era la que era. En casa no existían neveras (luego pasamos a llamarlas frigoríficos). Algunos íbamos hasta la “polería” de Pablo Pérez en la calle santa Ana. Allí comprábamos hielo (en trozos) para echar en la ensalada o en el gazpacho. En la misma calle adquiríamos tocino de jamón en los ultramarinos del señor Pepe Hortigón (el jamón era casi tabú para los pobres). Muchos recordarán cómo en los comercios de la época se vendía el café que nos proporcionaban con un molinillo fijado al mostrador, al igual que aquellos dispensadores de aceite que nos dosificaban la cantidad solicitada. Y cómo obviar la típica guillotina con la que se cortaba el bacalao “al aire”, o la venta de vino a granel en las tiendas de Luis Salado, Véronica o Aureliano Ramos, entre otras. Los pelucos particulares vendían trigo o cebada que medían en aquellas cuartillas de madera, y hasta, hace bien poco, se ofrecían los productos de la huerta o de la viña, cuya muestra se exponía en el umbral de los correspondientes domicilios.
Poco a poco fuimos pasando de la “beneficencia” a la Seguridad Social. Ante un problema serio íbamos a la “Perragorda” y, si era posible, nuestra familia se hacía una “iguala” con el médico y el practicante de turno (Los Enrique, don Flores, don Santos, Pablito). Fueron desapareciendo los carros de lujo como el utilizado por el médico y cronista don Vicente Criado Valcárcel. Te podías encontrar por la calle a unos quincalleros (quinquis) ofreciendo su servicio para reparar cacerolas, ollas, sartenes… (algunos las tocaban de maravilla), o bien a unos piconeros (mi padre fue uno de ellos) repartiendo picón; otros ofrecían cal (tintoreros), fruta y helados (Eutiquio) o sardinas (“las llevo vivitas”, que decía el de los Irene). Los carros hacían rechinar sus llantas sobre el empedrado, la gente del campo llevaba las rejas de su arado a la fragua correspondiente (los “mierlos”, Teófilo, Gabino “Palanganilla”, Pedro Costera…) y las bestias a herrar a casa de “Jincaclavo”, donde trabajaba el señor Agustín(q.e.p.d.) que, a la postre, heredaría el negocio y el apodo, tal y como explicó-magnificamente- su hijo, nuestro entrañable cronista.
En cuanto al ocio en domingos y festivos se ponía en evidencia la gran afición que había por el “cante flamenco” (tal vez heredado de aquellos mineros onubenses que pasaron algún tiempo en Arroyo). Era usual escuchar en cada taberna, en cada bar, a algún paisano que, con más o menos acierto y mucha voluntad, se arrancaba por fandangos o milongas. Las tabernas de Santiago” el peloto” en san Marcos, la de Dionisio, Caracol, Muleto, Pérez,…con sus típicas “pistolas de vino” eran escenario del Cante Grande.
En cuanto a los hábitos culinarios, el cocido era la comida habitual casi todo el año. Se alternaba con las judías (“muchachinos con chaleco”), el mojo patatas, arroz con patatas y bacalao. Excepcionalmente, un pollo o un conejo- criados en algunas casas o en el tinao- principalmente en días festivos. Y por supuesto, nuestras “coles” en carnavales. También, nuestro pueblo se distinguió por la repostería casera con las tortas de la Luz, los coquillos con sus particulares ingredientes (palos de canela, laurel, clavo, anís en rama, harina…). En cada casa se desayunaba el café con migas, o bien, con las tradicionales “pringás”(pan frito en aceite o en manteca). En otras ocasiones se alternaba con churros que adquiríamos en casa de Marcela la “Chola”, Primi la “Beata”, o Pepa (calle carniceros). En cada casa se elaboraban aquellos riquísimos dulces, especialmente en eventos tales como comuniones o bodas. Perrunillas, galletas, coquillos, polvorones, roscas de vino… Las típicas bandejas de hojalata proporcionadas por las tahonas no daban a basto cuando llegaba mayo. A veces, se completaba todo ello con coquillos y floretas. Los vecinos ayudaban, toda una característica de la época. Y es que la solidaridad del vecindario quedaba siempre patente: “Hoy por ti, mañana por mí”. Se colaboraba en todas las tareas cotidianas, y en las del campo tales como ayudar a entrar un carro de paja, descargar un remolque de sandías o participar en una tradicional matanza. En esta última se comenzaba la víspera con la pela de las patatas. Llegado el día señalado era todo un rito desde las primeras horas de la madrugada con la ingesta de migas y del tradicional aguardiente o anís para entrar en calor. Luego, el momento del sacrificio del cerdo, su “chamusca” con escobas y todo lo que sigue. En ocasiones, las familias contrataban los servicios de un “matanchín”. Nombres como los de Leovigildo Doncel(cariñosamente “Torrija”), Baldomero Patancha o Cordero les serán familiares en estas lides. 
Éramos solidarios, también, en los momentos difíciles. Recuerdo como fuimos medio pueblo , a mediados de los sesenta, hasta el puente de las huertas en la carretera de Aliseda, al enterarnos que un autobús que cubría la línea se había caído del puente. No hubo desgracias personales. No corrieron la misma suerte nuestros vecinos de Aliseda en aquel trágico accidente de junio de 1972. Arroyo se conmocionó y se solidarizó con un pueblo en el que estamos muy arraigados y hermanados.
Hasta la llegada del instituto, se estudiaba la Educación Primaria (anterior a la EGB) en aras de lograr aquel “Certificado” que acreditaba los estudios primarios. A continuación, se dejaba la escuela (en sexto curso) y se comenzaba a trabajar. La albañilería era una opción para los varones. Comenzar de “peón” con los “Barrera”, los “Nenes”, el señor Jaime “el Judío” …suponía un primer paso. Otra oportunidad, al menos durante el verano, se encontraba en el “Lavadero de Petit”, Regar, coger frutas (aquellas peras ercolini, mantecosas, willian…, aquellos melocotones y manzanas…) fueron opciones para ambos sexos con catorce o quince años. Los hermanos Labrador (Miguel y Nicolás), su cuñado Marciano, Carlos Amador o José Luis Sanguino son nombres que, indudablemente, vendrán a la memoria; sin obviar a los tractoristas de entonces, Eugenio Pajares, Fidel Carrero, Pedro el “liseño”. Otras alternativas fueron las fábricas de corcho de los “Catalanes” o de los “Matacanos”. Las mujeres disponían de la opción de aprender corte y confección en diferentes escenarios. Así en casa de Joaquina, en santa Ana, con Pauli Santano, en la sastrería de Joaquín Cambero, en la de María Cabezas, Paqui la “Sevilla”, Miguel en calle Larga, o en el mismísimo Colegio de la Monjas.
Respecto a tiempo de ocio y divertimento Arroyo siempre fue un pueblo “cinero”. Les remito a leer la publicación “¿No vas al cine? ,en la que hago un repaso de la historia del cine en nuestro pueblo. El séptimo arte se cumplimentaba con el baile y, especialmente, en verano con aquellos circos ambulantes que se instalaban sin carpa ni nada, bien en la plazuela del Santo, bien en la Plaza de España y que, casi siempre, terminaban con la típica corrida de toros, con nuestros magníficos toreros locales (los chatinos, Deme cabezas…). Vestíamos ropa de diario y ropa de domingo (y festivos). Hasta la llegada de alguna fiesta o evento importante no solíamos estrenar ropa o calzado. De ahí vendrá el dicho “más contento que un niño con zapatos nuevos”. Cada casa iba adquiriendo su televisor en blanco y negro con mayor o menor esfuerzo. Locomotoro, el Capitán “Tan”, el Virginiano, Bonanza o los Payasos de la Tele comenzaban a sernos familiares.
Los años setenta y ochenta supusieron cierto cambio social y económico con la construcción de los saltos de Torrejón, Valdecaballeros y la Central de Almaraz. Ello derivó en un mayor compromiso a nivel familiar en la educación de sus hijos, esto es, asistir al Instituto (inaugurado en 1968) y comenzar a elevar el número de universitarios en Arroyo. 
De otra parte, llegaron los encofradores y ferrallistas, esto es, la especialización de nuestros paisanos hasta ser conocidos por toda nuestra geografía. Estupendas cuadrillas dejaron su impronta en la Expo 92, en Valencia, Madrid…, en toda España. Se transformó la sociedad arroyana de agricultores y alfareros en otra de encofradores, soldadores y ferrallistas. Estábamos en los albores de la democracia y, por suerte, el progreso comenzaba a llamar en cada puerta.
Quise hace un repaso en el tiempo desde un punto de vista sociológico y antropológico, como diría nuestro amigo Vicente Ramos, de aquella sociedad arroyana a fin de que las nuevas generaciones conozcan nuestro pasado más reciente, esto es, medio siglo de nuestra vida local. Y, por supuesto, para que sirva de homenaje a nuestros pelucos y encofradores, sin obviar al resto de las profesiones. Arroyo de la Luz, en el recuerdo y en el corazón.










No hay comentarios:

Publicar un comentario