Por Máximo Salomón Román
El Trovador de Arroyo de la Luz
“De orden del señor Alcalde se hace saber……” Esta era la letanía que, al menos una vez por semana, se escuchaba en cada esquina de nuestro pueblo precedida, esos sí, del familiar sonido que la “turuta” (trompetilla dorada) del señor Pepe Gutiérrez emitía. Era el” pregonero” de Arroyo de la Luz. Más bien, diría que era el comodín municipal, toda vez que se le encomendaban todos aquellos trabajos no definidos en ninguna categoría funcionarial pero que, de otra parte eran de los más habituales y cotidianos. Era, también, el encargado de acompañar los cabezudos, de lanzar los cohetes, de montar los fuegos artificiales, etc. El señor “Pepe” iba calle por calle, de esquina a esquina, fuese invierno o verano e igual te anunciaba un edicto de la Alcaldía que la venta de tencas en la Charca Grande o en la propia Plaza. Recuerdo al señor “Cabrita”, encargado de la pesca y que solía llevar en su carro de varas tanto tencas como carpines para la venta en los soportales de la Plaza. Eran, de otra parte, los tiempos de la “leche en polvo”, la época de nuestra niñez, aunque algunos maduramos con más rapidez dada la influencia de hermanos mayores con los que, en ocasiones, estábamos. De todas maneras, muchos vivimos –aunque efímeramente- esa inocencia de los seis o siete años.
Según que estación del año discurriese, así resultaban nuestras vivencias y nuestro día a día. Pero ese caminar cotidiano iba por barrios. Un servidor se crió en la zona del “Huerto Plata” (hoy propiedad particular del colegio de monjas), las charcas “Chica y Grande” y la zona del Castillo. A veces llegábamos a casa y recibíamos la monumental bronca de nuestra madre: ¿No habrás estado en la charca? Todo el día por ahí de “revinva” sin saber que tierra traes. Buen “verdolago te estás haciendo”.¡ Y vístete bien que vas todo “defraguiñao”. Pareces un” minguelete”. Te las “espirlas” para estar todo el día por ahí. Y si, por mala suerte, te hacías un “siete” o un “prefilete” en la ropa, probabas la zapatilla de tu madre o algún “cujío” (colleja) de tu padre. Para muchos de nosotros era usual, casi obligatorio, recorrer la ribera de huertas desde la alberca (Charca Chica) hasta la “talavana” (del Castillo al Convento) para coger frutas propias del estío, esto es , ciruelas (cagonas, claudias, cascabeleras…), higos (cigüeles, alvarez, verdejos…) o uvas, siempre atentos a la posible aparición de los guardas de turno: Juan Pedro, Julio “ el Pepo”, Clemente “el pichón”… Aprendimos a nadar en la “Charca Chica” hasta lograr cruzarla para alcanzar las huertas de enfrente (las del camino que va a la “Chorrúa”). Recuerdo a un vecino de la calle Escobar, unos años mayor que nosotros, de cómo se daba la voltereta en el aire antes de caer en la zona del “cubo” de la charca Le decían de apodo “el Churro”. Su familia emigró en los sesenta. A nosotros nos costaba, incluso en el suelo, hacer la “cumpichailla”
Menos frecuente era, aunque fuimos varias veces y sin temor al calor de la siesta, que nos acercáramos a las “eras” , particularmente la del “Pozo Perico” o la “erina”( hoy ocupa su lugar la Cooperativa de piensos) para montar en el “trillo”. Los padres de algunos de nosotros eran “pelucos”. Recuerdo al señor Emeterio Molano (cariñosamente “Sinmerienda”) y al señor Andrés Pajares en las eras. Alguna oportunidad tuvimos de subir a aquellos trillos, mientras hacían miga la “parva”. Y beber el agua de aquellos barriles nacidos de las manos de algún alfarero local.
En las tardes estivales recorría las calles del pueblo el señor “Churri” vendiendo helados; o la señora Ángela “la Magita” con sus populares altramuces. Eutiquio, con su carromato de frutas, era otro arroyano particular. En el cielo nos sorprendía, alguna que otra vez una “churupá” de grajos en bandada con su disonante gorjeo. Se solía decir: “hoy hay boda”.
Alguna tarde tocaba ir a buscar agua para el uso cotidiano, a veces con nuestros padres y a lomos de alguna bestia, o bien, en bicicleta. Así a la “magdalena”, a la “cazadora”, a “pelavarguero” (en el Rincón de Madrid), a la “cantería” o a “parrao”. De paso, alguna sandia caía por el camino que, aunque calentona, saboreábamos con gran placer. Los higos y “peros” de las viñas corrían idéntica suerte. Y claro está: la vista oteando el horizonte por si aparecían los guardas del campo (“tío Cabezas” y “Amador”).
En las noches de verano eran muy comunes las tertulias al fresco por parte de nuestros mayores, pasando revista a la sociedad del momento. Ello permitía que nos acostáramos un poco más tarde. Nosotros no participábamos de esas aburridas conversaciones y, en ocasiones, sorprendíamos a los tertulianos con nuestras originales calaveras que hacíamos con sandías mientras cantábamos aquello de “Aburría la calavera, los gatos negros…”
En las tardes de verano (a veces con la fresca) se escuchaba el ruido de las ruedas de los carros, normalmente de yugo, sobre el empedrado de las calles (de muy pequeño tuve la suerte de verlos tirados por una collera de bueyes) cargados hasta “la trancas” de paja. Eran muchas las casas que tenían animales para la labor y las correspondientes” trojes” en el doblado para almacenar grano; y el “pajar”, despensa para el ganado. La vecindad era siempre solidaria. Es por ello que, hasta los más pequeños de la propia calle, o de las aledañas, ayudábamos a entrar la paja con un saco, una sábana vieja o lo que fuere. Luego, nos invitaban a comer sandías o melones, o bien, nos dábamos un baño en la charca. Y es que la ducha en todos los hogares todavía no era una realidad.
En otras ocasiones, correspondía entrar sandías y melones que cada familia obtenía de un trozo de tierra que solían ceder los terratenientes arroyanos sin ningún problema. Se depositaban en la planta baja, en las alacenas, debajo de las camas, o en lugares frescos que solía haber. Recuerden que la mayor parte de las casas tenían suelos de granito o de pizarra y ello otorgaba frescura a las viviendas.
Otras veces eran las patatas. Estas, primero se zachaban, esto es, se preparaba la tierra y se sembraban. Poco después, se” acojombraban”, se quitaba la hierba; y cuando llegaba el verano se arrancaban.
En el verano, recuerdo, año tras año y frente a los portales de la plaza se situaba una tómbola muy familiar: la “Tómbola Ratita”. Era el único atractivo hasta que -a finales de los sesenta- se crea la Hermandad de San Cristobal y se nos ofrece cada año, en la plaza, una verbena popular en torno al 10 de julio. ¡La plaza tenía vida y era el centro neurálgico del pueblo! Luego llegaba septiembre con la feria, los cabezudos, alguna corrida de toros, primero montada con carros y, posteriormente, portátil.
Llegaba el otoño, estación que nos ofrecía algunos higos tardíos, membrillos y granadas. Las huertas entre la charca Chica y el Castillo eran una despensa. Conocíamos cada árbol frutal, así como el lugar donde estaban ubicados los nidos, bien fuera en cualquier árbol o en alguna “bulancra” hecha en las paredes El “Gigante desdentado” (denominación acertada con la que Dani bautizó al castillo) era paraje de descanso para grajos y grajillas, tordos y alguna que otra zancuda. Existía, además, en las inmediaciones de citado castillo, en una margen de la “talavana”, y con orientación noroeste, una frondosa alameda, propiedad de la familia del “Clavel”, en la que anidaban pequeñas aves. Los de mi generación solíamos ir allí para balancearnos en los improvisados columpios que se hacían con un tronco de álamo talado.
Llegaba el tiempo de” sementera” y era costumbre ir al campo a poner los cepos en los sembrados y ser pacientes. Los dejábamos allí y, mientras tanto regresábamos a las huertas con el” tirador” (tirachinas) que casi todo muchacho tenía. Lo confeccionábamos con una horquilla de olivo y las gomas las comprábamos en la zapatería de los Ramos. Con el paso del tiempo podríamos comprar alguna “pajarera”, esto es una escopeta, normalmente de calibre del cuatro y medio y, con carácter excepcional del cinco y medio. Los de mi generación, a buen seguro que recuerdan los balines de vaso (como los de las casetas de tiro de la feria) y los de copa (con más fuerza).
Una vez iniciado diciembre, llegaban las lumbres que se inauguraban la víspera de la Purísima, con varias hogueras en cada calle. Los de mi barrio seguíamos con ellas todo el invierno, bien al lado del Huerto Plata o del Corral Concejo. Era el tiempo de las naranjas, mandarinas, limones. Conocíamos cada naranjo desde la charca Grande hasta el Convento, pasando por las zonas del “Pozo Nuevo” y “Pozo Perico”. Así, al anochecer recorríamos toda la ribera de huertas para hurtar naranjas sin reparar en los peligros que ello conllevaba. Otras veces eran los gatos quienes debían cuidarse de nuestras salidas nocturnas con perros. Nuestra de niñez fue, además, aquel tiempo en que fumar era “tabú” Comprábamos aquellos “peninsulares” e “ideales”, sin filtro (algunas veces “celtas cortos”) y nos escondíamos para fumar. Es más, a veces, escondíamos el tabaco fuera de casa o comprábamos chicle “bazoka” o regaliz “zara” para disimular el aliento. Nuestro hogar era, en gran parte, la propia calle donde nos curtíamos, jugábamos al burro, a la mosca, a la dola, al cachindai, a las chapas, a la correa (utilizando un hueso , una caja de cerillas y un cinturón).¿Alguien recuerda aquella cancioncilla- ostinato que decía : “Ronda el to, ronda el to…, ¡barre la cocina!?. Comprábamos un “peón” (una peonza) y lo llevábamos a la fragua para que nos cambiaran el pico que traía por otro más grande ( pico de cigüeña) con el que era más fácil sacar la chapa o la moneda de su sitio. El culmen era sacar el peón de otro, aunque a veces resultaba hecho trozos. Y si el causante de tal estropicio era un “berello” no nos atrevíamos a protestar. Y como todo en la vida es cíclico, también lo eran las diferentes épocas de los juegos. Íbamos con el aro, jugábamos al clavo…, pero uno de los más populares en nuestra época era el de los “bolindres”. Unos eran de cristal y otros, de hierro (normalmente deshechos de alguna pieza de amortiguación). Hacíamos un “gua”( o guá) en el suelo (en la acera solían hacerlos los canteros de turno antes de colocar las lanchas) y jugábamos utilizando aquellos términos de “media, bochi, cuarta y pie”. Cuando uno hacía trampas le increpábamos: ”¡estás haciendo gavilondras!”, sobre todo, si “arrevarcaba” demasiado. En otras ocasiones se jugaba con los bolindres “de corrido”, esto es, moviéndonos por las calles. Si al tirar tu bolindre lograbas golpear a alguno de los otros le ganabas la pieza por haber hecho “carambola”.
Eran muchas más las actividades que realizábamos. Nos gustaba, sin lugar a dudas, el fútbol. Alguna tarde a la semana echábamos algún que otro partido en la era del “pozo Perico”, en la “erina” o en los aledaños del “huerto Plata”.
Aprendimos a “ordeñar” vacas ya que siempre había un amigo que las tenía, a conocer las pequeñas aves de nuestro entorno, a distinguir unos árboles de otros y, sobre todo, a entender que para nosotros el concepto “tiempo” era algo que importaba poco. Era una época sin redes sociales, sin ostentaciones…; pero era un tiempo en el que nuestros padres se preocuparon de que no nos faltara nada de comer (aunque la fruta únicamente se comía de temporada), ropa y calzado. Seguro estoy que se sintieron felices de que no pasáramos el hambre que a ellos y ellas les tocó vivir. Son muchas las anécdotas que podía contar tales como los tiempos de matanzas (ello merece un capítulo aparte), pero si con estas líneas he logrado que los de mi generación se sientan, al menos en parte, identificados con algunas de las aquí expuestas me doy por satisfecho. Gracias por leerme y un cariñoso saludo si fuiste tú hombre o mujer, de los míos, de los de “los años de la leche en polvo”.
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